A Fali
Decidimos dedicarnos a la contemplación. Estábamos tan desgastados de trabajar en proyectos imposibles que sólo nos apetecía contemplar las cosas hermosas, imaginar que eran nuestras. Quizá era el único modo en que podíamos poseer a Ana, el único modo de que ella nos poseyera. Ya sabíamos las fechas. Sabíamos que en vacaciones siempre se reunirían en una ciudad a determinar los músicos que tocaban en la orquesta donde Ana tocaba la flauta. La ciudad era siempre la misma. Así estaba planificado por el ayuntamiento que subvencionaba la joven orquesta que en época de vacaciones organizaba los encuentros de los aún rebeldes jóvenes músicos para convivir entre los sonidos de Beethoven. Como la última vez. Fue la única vez a la que no asistimos al concierto de clausura. La última vez estábamos ya hartos. Hartos de tanto aprender y comprender. Hartos de buscar la racionalización del sonido. A nosotros nos gustaba el desorden. Siempre pensamos que la creación no estaba prevista, en la naturaleza el hombre nada tenía que hacer. El sonido no debía estar ordenado por el hombre. El sonido era algo tan natural como el verde de los mares o el rojo de los cielos. Nos parecía absurdo conseguir imitar físicamente con un clarinete el amarillo del canto de los pájaros o elevar el alma con enfáticas fanfarrias de tambores imposibles. No debíamos tener claras preferencias sonoras, sería un acto con cierta implicación racista. Todo lo que directamente nos proporcionaba la naturaleza nos parecía digno de clasificar como obra de arte, contemplarlo hasta sus últimas consecuencias. Fali y yo nos pasábamos las vacaciones contemplando a Ana, contemplando su cuerpo, su voz. Parecía como los demás músicos, pero Ana era mucho más que una voluptuosa envoltura de conjeturas artísticas. Ana era mucho más que todos los solos de flauta, el whisky, o la píldora del día después. Mucho más que el jazz, la feria del pueblo, o todos los vinos del mundo. Ana era, sencillamente, nuestra amante. Decidimos hacer un pacto para compartirla y evitar continuas discusiones, como quien comparte una colección de sellos. Ana era no muy alta y morena. Del delgado cuerpo de Ana destacaba su pecho, que tan atractivo o más que su mirada impedía centrarse en las siempre tan fuertes conversaciones con Ana. Era muy lista, estudiaba bastante poco, y fumaba siempre que le ofrecían. Ana decía que la técnica excesivamente perfeccionada conducía al sonido perfecto, que aunque ella tenía la sensibilidad suficiente, prefería quemar ese tiempo fumando porros con sus amigas, inspirándose el sonido desnudándolas en su habitación, inventando juegos de flauta. Tenía la capacidad de un recién nacido. Leía mucho Ana. Escuchaba todo y todo le gustaba, a todo le encontraba algún tipo de belleza. A Ana le encantaban mis películas, llenas de idiotas, gordas, y gente corrupta. No distinguía la diferencia entre el sonido de la guitarra de tres cuerdas de Fali y mis películas, absorbía perfectamente de dónde procedían ambas formas de pasar el tiempo, sin más, las contemplaba simplemente, como quizá Fali y yo todas las noches contemplábamos su cuerpo bailando en aquellos encuentros musicales del ayuntamiento. Nos contemplábamos mutuamente. Como aquella última noche. Sólo nos apetecía ver a Ana bebiendo y bailando, como siempre, pero esta vez Ana estaba rodeada de músicos y no podía atendernos demasiado. Era la clausura del encuentro y los músicos debían llorarse y mostrarse sensibles todos, hacer corritos y fogatas, comer sardinas, cantar temas de los beatles con el acordeón… era lo corriente. Sí. Bebieron mucho vodka y echaron a andar varios cubitos de hielo que sobraron de boca en boca hasta que se derritieron en forma de beso. Resonaban las olas oscuras. Ana parecía encantada. Sonaba la luna. Sonaban las ranas. La sección de cuerda optó por hacerle el amor a una de las nubes. Los vientos aplaudían entre risas. Un trueno resuena y resuena la tormenta. Y resuenan las lluvias. Fali y yo ya estábamos acostumbrados a los espectáculos de la orquesta pero aún así no parábamos de reír con los vientos y el sonido de las olas oscuras resonando en el cielo de la lluvia intensa de aquella noche, no salíamos de nuestro asombro. Sonaba la luna y sonaba la orquesta. Aquellos músicos parecían buscar una libertad predeterminada. Una libertad fuera de lo descrito o lo marcado, del público, la tensión o la época misma del sonido. En busca del sonido de la luna Ana se recolgó de la misma y se despidió con un beso lanzado de entre los dedos de su flauta en busca del sonido del agua en busca del sonido de la lluvia. Fali y yo nos pusimos a llorar fuertemente y fue cuando los músicos decidieron abrazarse y recoger las barbacoas. Arrancaron los coches en dirección a la última noche pero ya era demasiado tarde. La tormenta creció y los arrastró a todos al fondo del mar sin remedio alguno. El centro del centro estaba lleno de gente caliente. Todos estábamos envueltos en un inmenso humo rojo, minifaldas alocadas, y altos árboles verdes que flanqueaban un escenario de metro y medio donde descansaban una guitarra, un bajo eléctrico, y una caja de ritmos, rodeados por una enorme barra repleta de botellas de cerveza que sonaban al ritmo de una música que jamás habían oído estos jóvenes oídos intelectuales de la cuerda frotada. Fali y yo seguíamos llorando. Pero la música paró y un cañón de luz iluminó al metro y medio de celofán azul desde el infinito y empezaron los aplausos. Eran Ana y su hermano. Ana siempre tuvo una voz muy hermosa pero jamás la imaginé cantando pop en el centro del centro. La caja de ritmos comienza a bailar. La orquesta ni se inmuta. La gente canta los estribillos y la orquesta adopta expresiones paternales para con sus vecinos. A Ana se le escapan un par de lágrimas, una para Fali y otra para mí. Y la cogemos. Y llega el solo de guitarra. Y Ana saca la flauta y los filarmónicos se asombran, pero siguen quietos. A pesar de los redobles de la caja de ritmos, el público sinfónico no acepta las armonías fáciles ni la banalidad de los temas del hermano de Ana. Puede ser que Fali y yo no estemos del todo de acuerdo con los mensajes de las canciones del hermano de Ana, pero no suenan mal para tomar una cerveza y reírte. Al finalizar Ana se vino a nuestra mesa y nos contó que estuvo en Dinamarca, se enamoró, se casó, y se divorció. Nosotros le explicamos que a lo mejor eran demasiadas cosas para una sola noche. Sentándose en mi entrepierna Ana nos enseñó las llaves de su habitación con una sonrisa malévola y volvió al escenario ahora para presentar a una popular joven promesa de la canción española y un grupo de tangos de Málaga que nos iban a amenizar la cena en Nueva York. Nueve aviones nos esperaban en el aeropuerto del centro del centro. Nos repartieron entre los áticos de las torres gemelas por orden alfabético, pero gracias a Dios todos los sinfónicos quedaron en la otra torre, y Fali y yo quedamos aliviados de un posible ataque terrorista. Y comienza la música. Y los argentinos de Málaga pasan desapercibidos de entre los solomillos y el chimichurri. Sin embargo la joven lesbiana que imita a Concha Piquer es muy aplaudida y vitoreada entre sus repiqueos. Hay inmensos paneles en cada torre que avisan del éxito en cada escenario que obvian las puntuaciones para unirse e informar de una fatal noticia ocurrida en una de las mesas de la torre de la tonadillera. A una joven acaba de atragantársele el amor y ha muerto con los ojos empapados en lágrimas al final de una canción muy hermosa. La tonadillera no pudo más que intentarle un enormísimo beso de tornillo que la prensa ha fotografiado desde los helicópteros para una posible gran noticia de carácter internacional, pero no ha servido de nada. La orquesta comienza a aplaudir emocionada desde la otra torre, y Ana se sienta en un banco a tararear una canción muy triste. Fali y yo contemplamos el cielo, que cada vez resuena más, y nos sentamos con Ana. Hasta que en mitad del silencio triste de la muerte de la joven hipersensible suena el móvil de Ana. Y suenan las sirenas de la policía. Y Ana decide no coger el teléfono. Y no lo coge porque es Abdón otra vez. Y sí cogen el ascensor los tres para bajar y tomar un té porque es muy de noche y porque hace frío y se debe cambiar la hora. Ana pide un té con leche, Fali té, y yo leche. Y vuelve a sonar el móvil de Ana. Abdón otra vez desde la prisión que está harto ya de Antonia de hablar con ella por teléfono, que ahora le van las argentinas maduritas como Verónica que por dónde anda que por dónde. Ana en mitad de su tristeza por la muerte de la joven hipersensible le procura describir de la manera más sencilla al pobre Abdón el triángulo amoroso entre Verónica, Lydia, y la joven Olivia cuando se escuchan los gritos de un Abdón ardiendo en gasolinas. Abdón no sólo estuvo preso por robar en la discoteca donde trabajaba. Poco después se le acusó de la muerte de la hermana mayor de la joven Olivia, que pelaba salmón en un almacén de pescado a troche y moche todas las noches. Verónica envejeció en Barcelona con un saxofón en la boca intentando la música. De Lydia no se sabe nada. Y Ana comienza a llorar. Fali y yo la consolamos como podemos cuando voy al servicio y me encuentro a Ana desnuda tocándome una canción de Susan Vega. Y claro en mitad del bullicio de la tetería aquella mitad española mitad inglesa de entre las torres gemelas de Nueva York de entre el morbo que nos hacemos el amor de hasta romper la guitarra. Ana es insaciable. Y cada vez suenan más las sirenas de la policía. Y de entre las tormentas de los cielos comienza a sonar la quinta. Y los sinfónicos miran hacia arriba en busca de la luz. Y se aparece Beethoven y les escupe. Y desaparece. Y los sinfónicos envueltos en la enorme baba de Beethoven son arrastrados nuevamente a las playas de Maro. Y vuelven a comer sardinas y a cantar viejas canciones de Mozart. Y a jugar a los besitos de agua con los cubitos de hielo y a rebozarse en la arena de la orilla que mojada de vodka mojada de amanecer y resaca. Encienden los ordenadores y viajan por el mar en busca de las respuestas al mantenimiento de sus vidas. Yo ya tenía el asco suficiente como para volver a escribir. Ahora con Fali. Ana es insaciable. Después del amor, Ana, Fali, y yo cenábamos felices en las torres gemelas mientras catorce helicópteros nos revoloteaban echando fotos y grabando vídeos cuando llega un mensaje al móvil de Fali, un mensaje de la orquesta que por internet nos felicitan el año nuevo y nos mandan besos y abrazos. Ya harto me retiré de la mesa y me tiré en paracaídas, cayendo en un viejo quiosco de perritos calientes donde pedí un taxi por teléfono. Me alojé en el primer hostal que alcanzó mi vista, un hostal lleno de moscas, pero no muy caro. Nada más llegar, lo primero que hice fue vomitar en la bañera el cordero que me habían servido los pingüinos con perilla que paseaban acelerados con sonrisa y bandeja por los áticos de las torres gemelas aquella noche. La habitación era más pequeña incluso que el escenario del centro del centro donde Ana debutó con su hermano, yo diría que medio metro. La cama, de matrimonio. Y ahí fue cuando arranqué. Arranqué todas las páginas anteriores y volví a empezar la historia de mi vida. Hasta que me interrumpe el recepcionista, que me llaman por teléfono, que urgentemente. El bandoneonista del hotel de enfrente, que si puedo prestarle los servicios de pianista, que el pianista se ha vuelto loco y se ha pegado un tiro, que por favor, que si no no cobran. Yo obviamente acepto por el puro placer de sustituir a un pianista suicida. El cocinero me ofrece amablemente un suculento asado argentino, a lo que yo le respondo con un suculento vómito en mitad del choclo en mitad de la cola del piano. El bandoneonista olvida la letra e improvisa una floritura romántica a la que la masa en frac aplaude al unísono ferozmente de emoción llevándose el tenedor a la boca. Suenan las gambas. Suenan las copas. Cuatro limpiadoras celestes rodean el arpa que en el aire suspendida en horizontal del piano ya deshuesado. Frotan endiabladamente por órdenes estrictas del interventor del gerente del director del hotel con la fregona en mitad de un nerviosismo indescriptible con la fregona en mitad de la entrepierna. La música suena. Suena la noche y suena el espectáculo. Suenan las fregonas y el arpa desafinada. Se rompe una cuerda. La gente se rompe en aplausos cada vez más desordenadamente. Un borracho de detrás de la sala grita en argentino, el padre de Verónica, cómo no. Los camareros no paran de servir cada vez más comida, cada vez más rápido. La gente engorda cada vez más, suenan móviles, las sirenas de la policía, las alarmas. Suena el piano. Todo se hace silencio. El pie derecho en el pedal derecho, un acorde suspendido en la lluvia que cayendo intensamente intensamente conmoviendo todo. Al padre de Verónica se le escapa una lágrima recordando las palizas que le ofrece todas las noches a su amante, que rauda, friega, junto a otra lágrima, una de las limpiadoras, que también llora alguna que otra bofetada. La gente en general se pone cada vez más triste, y llegan los cafés. Yo quedé dormido por la parte grave del teclado pero nadie del hotel me despertó. Unos labios comenzaron a acariciar los míos, abrí los ojos, y ahí estaba Ana. El mar estaba quieto, la orquesta dormida, las nubes nerviosas y frías, y Ana comienza a desnudarse y a desnudarme a mí. Y nos bañamos desnudos. Y reímos. Y nos fumamos unos porros. Ana me pregunta que cuándo se hará de día. Yo la beso descontroladamente y Fali me pega un cogotazo. Fali tiene un aspecto bastante divertido recién levantado y Ana se echa a reír. A Fali no le hace mucha gracia el sarcasmo de Ana y refunfuña que el desayuno ya está servido, que no importa que no haya llegado el día, que cuando llegue, llegó. El viento despierta harto de dormir y avisa que quizá se hayan despedido antes de tiempo. Todos ya habían cambiado la hora a los relojes, el sol estaba ya esperando que le dieran la señal, pero a pesar de todo, el día no llegaba. Fali y yo nos reíamos del asunto y nos zampábamos los huevos fritos de todos los que aún no se habían despertado. Ana nos acompaña en el extraño desayuno y nos insinúa que aquello le sonaba de algo. Después del desayuno, hartos de esperar, la orquesta decide ensayar en la orilla a la luz de las velas que robamos Fali y yo del chiringuito para una posible segunda fiesta. Comienza a sonar la orquesta, y Ana, más hermosa que nunca, acariciando la luna con su flauta. Fali y yo, con la yema reseca de los huevos fritos intentando resbalar por nuestras barbillas, orgullosos de Ana. Y comienza una niebla que tapa por completo a la orquesta. Fali y yo en las rocas, comiendo huevos fritos y vomitando sin parar, disfrutando de la música invisible, de la música que sale de no se sabe dónde, del sonido de la niebla, del sonido de las olas, cuando el silencio con el que Fali y yo disfrutábamos de aquel desayuno en medio de la última noche filarmónica se deshizo. Sonaba la tormenta, sonaban los grillos. Sonaba una sirena de policía a la que Fali acierta con su pistola. Y vuelve el silencio. Suenan las cuerdas con sordina. Barber. Suenan las olas. Suena la noche. Después del aplauso Ana se reúne con varios miles de pianistas para almorzar y organizar una boda pianística. Fali y yo tomamos café mirando al cielo, ninguno de los dos estábamos invitados al enlace. Los regalos, los vestidos, la fiesta, el coche nuevo. Fali y yo fumamos, a veces no comprendemos ciertos comportamientos de Ana. Hartos de esperar una simple mirada de Ana, llega el repartidor de periódicos. Y en primera página que o se está alargando la noche o se está achicando el día, pero que algo pasa, algo muy serio señores, la quinta o sexta boda en lo que va de noche. Mientras Fali y yo leíamos interesados el periódico, nacieron hijos, bautizos, y comuniones. Ana movía interesante el café, y Fali y yo comenzamos a necesitar un buzón de correos para nuestras hojas, teníamos un montón de hojas aún sin esconder, aún no habíamos encontrado el bosque adecuado. Ana nos sonríe. Siguen naciendo niños, la gente envejece, y Fali y yo seguimos escribiendo, aún sin saber muy bien para qué, para quién, adónde queríamos llegar. Pero seguíamos, estábamos aún fuertes para seguir pronunciándonos sobre tanto exceso de amor de papel, aún estábamos jóvenes a pesar de todas las arrugas, de todas las heridas que a lo largo de los años nos crecieron en el alma. Fali iba ya por el quinto bosque cuando yo todavía seguía buscando musas para inspirar mis noches. Yo necesitaba pluralizar aquella inmensa despedida, inventar la vida, desordenar, jugar… a mí la música siempre me nació de las musas. Ana quería volver a casarse, sentía la necesidad de formar una familia, pero la lluvia le impide la celebración, y le impide la boda. Ana no sabía bien con quién casarse, pero quería casarse. Fali acababa de plantar su sexto bosque, un bosque con árboles llenos de fotografías, fotografías de té, Marrakech, y posturas de una joven prostituta de lujo, cuando Ana se volvió a recolgar de la luna. Esta vez se despidió con un beso desde lejos bastante triste, pero ni a Fali ni a mí nos salió una sola lágrima. Reímos, y nos tiramos al agua. Ana lloraba desde la luna con su guitarra, sonaban sus lágrimas chocar sobre el mar, y con el tiempo comenzamos a dudar. Fali y yo comprendimos que Ana no podía llorar tanto, que quizá aquello era lluvia, que Ana estaba feliz cantando con su guitarra. O a lo mejor la lluvia nos confundía las lágrimas de Ana, las lágrimas que con el tiempo ni Fali ni yo echamos de menos. O eran nuestras lágrimas, las que no salían de nuestra cada vez más confusa mirada. Ana bajó excesivamente triste a recogernos con las llaves de su habitación, pero la luna ya no sonaba. Ya no me suena la luna, ya no me suena el corazón, lloraba. Ya no me suenan los dedos, ya no me suena nada, enloquecía. Ana se volvía sorda a medida que crecía aquella noche. Ana se volvía insensible a medida que se alargaba aquella despedida. Ana lloraba, Fali y yo llorábamos. Lloraba la luna, lloraban las nubes. La orquesta ensaya una canción muy fría. Ana envejecía y envejecía su alma. Envejecía de tanta vida, de tanta música, tanto amor. Tanta desgana, tanto todo. Moría poco a poco de tanto exceso, de vivir tan deprisa, de reducir su vida a una sola noche, de reducir su noche a una sola vida, la vida y muerte de Ana, de Ana enloquecida con una soga al cuello amarrada a la misma luna, que chorreando de sangre llora en rojo y mancha el mar con las heridas del alma de Ana. Y mancha de rojo la música de una orquesta con ojeras. Y grita Ana. Y la luna la empuja al mar. Suenan las olas oscuras, y tragan a todas estas anas. Y Fali Y yo vamos tras ellas, tras el desastre humano que llora desconsolado acariciando sus instrumentos desafinados cada vez más. Pero el aeropuerto del centro del centro ya no existía, las torres gemelas fueron derrumbadas por dos aviones suicidas, el hermano de Ana murió de emoción tocando el bajo eléctrico… Nada es ya como antes Ana. La luna es el sol y el sol es la luna. Ana ingresó en un psiquiátrico. El sol siguió sin salir. La orquesta continuaba su despedida, su ensayo, sus juegos de agua, de boca en boca, de beso en beso. Pero nadie se acordaba ya de Ana, nadie echaba de menos los juegos de flauta. Sólo Fali y yo dedicamos veinte bosques a Ana. En su ausencia, diez cada uno, en los que habían árboles de muy distinta clase, casi todos con música, marihuana, mujeres… y muchas salas de cine. Fali iba ya por su bosque ciento cuatro. El bosque ciento cuatro de Fali era ya un bosque de agua, con árboles y animales de agua. Yo era por aquella época el encargado de poner sonido a los bosques de Fali. Generalmente me perdía, en cuyos lagos me ahogaba, para poder hacer sonar todo aquello que Fali escondía en el buzón de correos. Ana nos mandaba un torpe dibujo de Dinamarca a modo de postal felicitándonos la navidad, pero siempre estábamos en agosto. La orquesta cada vez se hizo más insoportable, nadie quería ya ensayar nada. La orilla, el cielo, el sonido de las olas del mar… eran elementos ya poco poéticos para aquella orquesta, aquellos músicos atrapados en el sonido, en el tiempo, la moneda de cambio. Los músicos de la orquesta comenzaron a comerse unos a otros, las tablas que sostenían el chiringuito fueron destruidas por los fuertes vientos que azotaban por aquellos años. Ya no suenan las olas, me decía Fali. Ya no suena la luna, le decía yo.