A veces Mario llegaba tarde, y no por falta de tiempo sino de oportunidad. Se mandaba postales desde cualquier lugar adonde viajaba, justo antes de coger el avión de regreso a Málaga, tenía la memoria desordenada temporal y espacialmente, y cantaba bajo la ducha óperas improvisadas, su pequeño intento creativo de no ser olvidado por Antonia, a la que como ya había viajado por todo el mundo, sólo le pudo mandar una postal de su alma en esos momentos. Perdía todos los concursos literarios a los que se presentaba Mario, siempre con la misma novela, y los viernes, después de los Martin Miller en El Mirador, cenaba en un restaurante griego que le traía muy buenos recuerdos. A veces los sábados -si no había preparado su famosa paella de los sábados- acababa en un vegetariano también cerca de la Plaza de la Merced, cuando sentía la necesidad de tocar en el precioso piano blanco que había en la entrada sus últimos bocetos para el próximo disco que grabaría. También confundía Vascongadas con Covadonga, y los domingos por la tarde se reunía para ver películas y fumar y comer chocolate, si es que la ocasión lo merecía. Luego tomaba un chupito de oporto y se marchaba sin despedirse totalmente. A Mario nunca le gustaron las despedidas, y mucho menos desde Fuerteventura.
Lo que está claro es que a Mario le gusta la vida, y su arte sigue creciendo
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